A veces extraño la vez que me besaste;
me cargaste y me besaste.
Así, cínicamente, frente a todos, con exceso de lengua.
Me besaste
y después te busqué para que me besaras otra vez.
Con el primer beso me asusté;
no soy de los que les gusta exhibirse.
Y culpé al sabor a alcohol de tu saliva y al frío de tus labios.
Y me hice el mustio.
Y te dije que pararas.
Con el segundo beso nos buscamos,
e hicimos parecer que era un accidente.
Muy en lo profundo, tú,
y evidente hasta mi piel,
sabías que lo disfrutaba lo suficiente para no dejar de hacerlo.
Para el tercero, yo te busqué
y a cambio me llevé un mordisco.
Pero cuando intentaste el cuarto,
ahí me invadió el pánico.
En una noche diferente y en una realidad alternativa,
el cuarto hubiera sido el sueño romántico de cualquiera:
me cargaste en medio de la gente,
con las luces sobre nosotros y los sonidos vociferándonos,
e hiciste que la multitud clamara el cuarto beso.
Pero no sucedió.
Se fundió en mi mejilla.
El cuarto beso nunca fue el cuarto.
Se evaporó y redujo hasta despedirnos de lejos.
Pude haberme enamorado de ti,
pero el cuarto beso...
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